martes, 6 de agosto de 2013

The Short Films of David Lynch

(The Short Films of David Lynch)
USA, 2002. 97m. BN/C
D.: David Lynch P.: Arash Ayrom G.: David Lynch I.: Jeffe Alperi, Robert Chadwick, Catherine E. Coulson, Eddy Dixon


El trabajo de David Lynch es esencialmente un cine emocional, que apela a los sentimientos antes que a la razón. De ahí el motivo por el cual, generalmente, aquellos que se acercan a su obra convirtiéndola en intrincados puzzles en los que encajar todas las piezas suelen acabar renunciando y tildando a esas obras de incoherentes o, directamente, de carecer de sentido. Las películas de Lynch tienen argumento, no nos equivoquemos, incluso una historia que contar y una estructura para hacerlo, pero, por encima de su carácter narrativo, el director norteamericano siempre volcará su atención en las posibilidades plásticas y poéticas de la imagen. El plano y su contenido como medio para llegar directamente al subconsciente del espectador y lugar donde distorsionar su concepción de la realidad, sumergiéndole en espacios y lugares reconocibles pero, a la vez, inéditos. No es extraño, por tanto, que Lynch sea considerado un director genérico y que toda su obra, incluso títulos tan aparentemente alejados como Una historia verdadera, pueda ser catalogada (de manera harto convencional) en lo fantástico.

Y, en este sentido, el recopilatorio The Short Films of David Lynch puede suponer una introducción eficaz al universo de su autor. En él se incluyen los primeros trabajos cinematográficos del autor de Dune a lo que se le suma su participación en films colectivos o programas de televisión foráneos. Intercalados entre los diferentes capítulos el propio Lynch nos comenta el contexto y la gestación de cada título. Un Lynch que, como es habitual en él, se detiene antes en la anécdota de corte biográfico o en los elementos técnicos de construcción que en entrar en posibles explicaciones o significados. Con todo, la primera declaración resulta harto esclarecedora de los caminos por los que ha transitado su cine e, incluso, podría utilizarse como guía: Lynch nos retrotrae a los tiempos en los que era estudiante de bellas artes en la Universidad de Filadelfia y nos relata como, en una ocasión, mientras pintaba un cuadro, tuvo la impresión de que este se movía. A modo de epifanía, una idea se abrió camino con fuerza: quería que sus cuadros tuvieran vida.

Un detalle importante, pues subraya la personalidad de un director sin un pasado cinéfilo a sus espaldas ni siquiera vocación. Con el paso del tiempo, David Lynch ha acabado convirtiéndose en todo un ejemplo de artista renacentista: a parte de su trabajo cinematográfico y televisivo realiza animación, pinta, esculpe, fotografía, dibuja cómics, hace música y diseña y construye muebles. Y todo ello englobado en un universo perfectamente perfilado y coherente que, incluso, se llega a fusionar: la inclusión de algunos de su series realizadas para Internet en el film Inland Empire o los muebles que decoran la casa de los protagonistas de Carretera perdida, precisamente el propio hogar del director.

Los cuatro primeros cortometrajes incluidos en el DVD pertenecen a la primera época de Lynch, antes de estrenar su primer largometraje, Cabeza borradora (aunque algunos, como The amputee, son realizados durante el largo y duro proceso de realización de su ópera prima). Los dos primeros, Six men getting sick (1966) y The alphabet (1968) responden a esa idea de obra pictórica en movimiento, siendo en su mayoría cortometrajes animados con algunos elementos de imagen real. El primero supone una devastadora visualización de las funciones fisiológicas del cuerpo humano presentada en un ambiente crispado y caótico que evidencia sus deudas con la obra de Francis Bacon; por su parte, el segundo supone una crítica al proceso de educación/formación de los niños en clave pesadillesca, con las letras del abecedario siendo introducidas a la fuerza en la mente de una joven pálida enmarcada en un fondo negro con resultados terroríficos.

The grandmother (1970) supone un trabajo más ambicioso, tanto por su duración (media hora) como por su elaboración. La animación sigue presente pero resulta secundaria ante la fuerza de unas imágenes que delatan a un creador que empieza a sentirse a gusto con su nuevo medio de expresión. La importancia principal de The grandmother viene dada por su condición de anticipo de las constantes de Cabeza borradora, especialmente en su visión despiadada de la institución familiar traducida en clave alucinatoria y turbadora con ese niño que vive en medio de un abismo de insondable negritud sobre el que destaca su pálido semblante y que es maltratado por sus padres, de comportamiento más animal que humano, y cuya única ilusión es dar vida a una abuela que le dé todo el cariño que le falta.

El título final de esta primera tanda es The amputee (1974), el cual nace como medio para probar la calidad de dos cintas de vídeo diferentes grabando una misma cosa. El resultado es un plano secuencia en el que una joven al que le faltan las dos piernas escribe una carta en el que desnuda sus sentimientos mientras un enfermero (el propio Lynch) realiza el tratamiento de uno de los muñones con catastróficos resultados. Lo más interesante de ese cortometraje duplicado viene dado por la deficiente calidad de imagen debido al soporte de cinta magnética y que contrasta con el cuidado artístico de los títulos precedentes, subrayando así las palabras de Lynch cuando lamenta la decisión de que el American Film Institute, para quien grabó la prueba, se planteara abandonar el celuloide por el vídeo.

The Cowboy and the Frenchman (1988) es el resultado de la colaboración de Lynch en un programa francés llamado Les français vus par... y que proponía a diferentes directores internacionales dar su visión de los franceses. La aportación del director de Terciopelo azul sirve para evidenciar uno de los elementos menos apreciados pero más tangenciales de su obra: el humor. Un humor absurdo e hilarante, surrealista y que parece regodearse en la idiotez de sus protagonistas y que, por ahora, parece circunscrito a sus trabajo para televisión (los elementos más populares de Twin Peaks o la frustrada serie On the Air) e Internet (la absurdez escatológica de Dumbland) en este caso centrado en el encuentro de un tópico (el vaquero americano inculto y de toscos modales) con otro (el francés con boina y bufanda que lleva en su maletín vino, baguettes, la torre eiffel o caracoles).

Para concluir, la joya del conjunto, Premonition following an evil dead (1995). Con motivo del centenario del cine se puso en marcha un film colectivo, Lumière et Compagnie en el que se retaba a un número amplio de directores a rodar un cortometraje con la cámara original de los hermanos Lumière: de madera y con manivela, su primitivismo llevaba asociadas una serie de condiciones: 55 segundos de duración, con luz natural, sin sonido sincronizado ni montaje. Con estos impedimentos, Lynch huye del plano secuencia que seguirán sus compañeros para narrar una compleja historia de tintes siniestros que transcurre en diferentes espacios y tiempos, utilizando un cartón negro para mover la cámara de un escenario a otro y dar la ilusión así de un montaje inexistente. Una pequeña pieza mayor que confirma el carácter artesanal e inquieto de un autor que no puede evitar crecerse ante las dificultades.


jueves, 30 de mayo de 2013

Fast and Furious 6

(Fast and Furious 6)
USA, 2013. 130m. C.
D.: Justin Lin P.: Vin Diesel, Neal H. Moritz & Clayton Townsend G.: Chris Morgan, basado en los personajes creados por Gary Scott Thompson I.: Vin Diesel, Paul Walker, Dwayne Johnson, Jordana Brewster


Aunque soy consciente de que, a medida que pasa el tiempo, el público que acude a una sala a ver una película parece cada vez más empecinado en querer encerrar al cine en una jaula realista (y, lo que me resulta más triste, por parte de un público esencialmente joven), tengo la firme convicción de que la fantasía es una parte fundamental del hecho cinematográfico. Fantasía entendida como la capacidad del medio fílmico para llevar al límite los elementos que dan forma a la película, de estirarlos y retorcerlos hasta situar al espectador en un terreno en el que la verosimilitud de los hechos narrados son puestos en duda a la vez que ganan en fuerza, en emoción al encontrarnos ante algo que no tendría cabida en nuestra vida diaria. ¿Acaso un melodrama no es más traumático cuanto más tormentoso resulta? ¿No es una comedia más divertida cuanto más delirante llega a resultar?

Este choque entre la fantasía y la realidad (siempre conceptos esquivos y no fácilmente definibles) no es algo nuevo. Recordemos como el siempre mordaz Alfred Hitchcock definía a todos aquellos que criticaban las licencias dramáticas de su cine como sus "amigos los verosímiles". Quizás más chocante sea que este concepto de lo verosímil sea muchas veces asociado al cine fantástico y de acción, los cuales, por su propia condición de vehículos evasivos e, incluso, sobrenaturales, deberían estar íntimamente relacionados con el concepto de la suspensión de la incredulidad. Todos aquellos que ponen el grito en el cielo porque un encanecido Indiana Jones se libra de una explosión atómica al refugiarse en el interior de una nevera posiblemente hayan olvidado el viaje que realizaba en submarino... atado a la torreta, en la inaugural En busca del arca perdida.

En su intento por recoger la reválida del cine de acción en clave blockbuster (esquivando el concepto superheróico que prima en estos momentos y aprovechando que la serie dedicada a Misión Imposible se va desinflando cada vez más en cada entrega) la saga de Fast and Furious parece haber cogido el testigo del actioner fantástico. Más allá de las habilidades casi sobrehumanas que muestran los personajes del film a la hora de controlar los potentes coches que manejan, a lo largo del metraje de esta sexta entrega se da un paso más en un intento de enmendarle la plana al mismísimo género de superhéroes. Entre los momentos álgidos de Fast and Furious 6 podemos encontrar la arrolladora persecución por una autopista entre el gang liderado por Dominic Toretto a bordo de sus vehículos y un imparable tanque capaz de pasar por encima de cualquier coche y que culmina con la absolutamente alucinante salvación in extremis por parte del mismo Toretto de uno de los miembros de su grupo; la pelea digna del wrestling más salvaje de Toretto y el agente Hobbs contra un gigantesco enemigo que les dobla en tamaño y que parece sacada antes de un videojuego de lucha que de un combate real; o la manera con la que intentan detener el despegue de un enorme avión militar. Todas ellas escenas que despiertan la celebración por parte de la platea, incrédula ante el espectáculo sin límites que desfila ante sus ojos.

Fast and Furious 6 no reniega de sus influencias, más bien lo contrario, las reconoce como parte de su mapa genético. La primera persecución que tiene lugar en las calles nocturnas de Londres pone en juego un primitivo prototipo de Fórmula 1, creado con placas de metal cuya rampa situada en la parte frontal le permite volcar todos los coches que se precipitan hacia él.  Sin duda, un diseño al que no hubieran hecho ascos las violentas hordas punk de Mad Max 2. Cuando uno de los personajes dice sentirse como en una película de James Bond está verbalizando el posible objetivo de los creadores de la serie: esta Fast and Furious 6 resulta más cosmopolita que la entrega anterior, empezando su recorrido por las Islas Canarias, para moverse a continuación por Rusia, Londres, Madrid, una pequeña parada en Los Ángeles y una coda final afincada en Tokio. Con su experto en informática y gadgets, Fast and Furious (la saga) parece querer convertirse en la versión hiperbólica y anabolizada de James Bond.

A pesar de la tremenda fisicidad de la acción, en la que los golpes en las peleas cuerpo a cuerpo son contundentes y dolorosos mientras que en las persecuciones motorizadas sentimos el vértigo de la velocidad y la brutalidad de los choques, en Fast and Furious 6 se continúa con el discurso que daba una irresistible base dramática a Fast and Furious 5: el intento por parte de Toretto de alcanzar la libertad personal para él y su familia. Así, el comienzo del film es revelador: Toretto y Brian están enzarzados en una carrera que nos remite al reto que el segundo le lanzaba al primero al final de la entrega anterior. Pero cuando llegan a su destino descubrimos asombrados que Brian se dirigía al convento donde su mujer, Mia, hermana de Toretto, está dando a luz a su primer hijo. Poco después, Toretto está en la cama junto a Elena. Abraza su cuerpo desnudo, pero su mirada se centra en la ventana abierta y el paisaje que se ve a través de ella. El siguiente plano le muestra delante de un motor colocado encima de una mesa. A pesar de su posición de millonarios, el grupo protagonista de Fast and Furious 6 se encuentra fuera de lugar en la confortabilidad de una vida cómoda y pacífica. Como si el aceite y la gasolina se hubiera mezclado con su sangre para siempre, se sienten irremediablemente atraídos al riesgo y a la aventura, a viajar siempre al filo del abismo.

De nuevo, las motivaciones de los protagonistas no son la codicia y el ansia de enriquecerse, sino el de completar una familia rota años antes y el conseguir volver a sus raíces. Posiblemente sea un mensaje ingenuo, pero eficaz a la hora de dotar de carisma a estos forajidos modernos cuya única ambición en la vida parece ser conseguir ese pequeño hueco en el mundo en el que ser felices. Ya sea ese hueco una persona querida muerta y resucitada o esa destartalada casa que, sin embargo, resulta más confortable que la más lujosa de las mansiones. El último plano de Fast and Furious 6 parece poner final a ese sueño, pero no nos preocupemos: la secuencia de créditos inicial, formada por escenas sacadas de las anteriores entregas, y que toma la forma de opening oficial de la serie, y la secuencia intercalada entre los créditos finales, que llena agujeros en la cronología de la saga uniendo puentes con el pasado y el futuro, nos indican que esto, todavía y ya en su sexta parte, aún está comenzando.


domingo, 26 de mayo de 2013

El placer de los extraños


(The Comfort of Strangers)
USA/Italia/UK, 1990. 107m. C.
D.: Paul Schrader P.: Angelo RizzoliJr. G.: Harold Pinter, basado en la novela de Ian McEwan I.: Christopher Walken, Rupert Everett, Natasha Richardson, Helen Mirren


En El placer de los extraños, adaptación de una breve novela de Ian McEwan, nos encontramos con dos Venecia. La primera, es la icónica, aquella que hemos formado en nuestra memoria a través de la imagen que el cine ha construído de ella, con sus canales, sus góndolas, sus plazas atestadas de turistas. Es la Venecia que visita la pareja inglesa protagonista, Colin y Mary: una ciudad diurna, llena de lugares imprescindibles de visitar y zonas recurrentes donde hacerse una fotografía. En resumen, la estampa que nos encontramos en un libro de viaje o en las fotos de una agencia. Pero ya en el inicio del film, ilustrando los créditos, se nos muestra esa otra Venecia, oculta a los ojos del turista guiado con mapa, pero cuya sombra lo cubre todo con un hálito de misterio. La cámara recorre las estancias sombrías de un elegante palazzo, con sus paredes cubiertas por enormes y majestuosas pinturas que aportan al conjunto una atmósfera decadente, a la vez que vetusta, como si estuviéramos visitando un lugar antiguo, anclado en un pasado extinto pero que permanece físicamente en el lugar. Sobre esas imágenes, flota una voz, la de Robert, quien nos relata terribles anécdotas de su infancia relacionadas con su autoritario padre.

Lo que nos cuenta Paul Schrader, a través de la adaptación escrita por Harold Pinter, es el encuentro de esa dos Venecia, o, lo que es lo mismo, el choque entre un presente brillante pero apático y un pasado poderoso aunque ruinoso. Los primeros minutos nos describe las vacaciones que Colin y Mary pasan en la ciudad italiana, segunda vez que la visitan en dos años. Ella está intentando comunicarse por teléfono con sus hijos, quienes están es Sussex, mientras él pasea aburrido por la habitación del hotel en el que se hospedan. Un detalle nos llama la atención: la habitación tiene dos camas separadas. Más tarde, tras visitar una iglesia, Mary comenta lo impresionante que le ha parecido. Colin, de manera un tanto distraída, le dice que ya la anterior vez que estuvieron en el lugar se lo había parecido. Para ellos, Venecia se ha convertido en un lugar cotidiano donde pasear su relación aletargada. Sin duda, Colin y Mary no están viendo Venecia, la Venecia real podemos decir, sino la que ellos esperan, la que ya conocen, y que sigue ahí, conservada del paso del tiempo, convertida en un estado mental.

Una fotografía tomada sin que ellos se enteren, y mostrada con una imagen estática en blanco y negro, rompe esta ensoñación por la cual deambulan los protagonistas. No sabemos, todavía, quien la ha hecho, desde donde o por qué. Es un misterio en un relato, hasta ese momento, ordenado. Un misterio que parece abrir una puerta hacia las entrañas, las tripas, de una Venecia desconocida para ellos: una laberíntica y oscura, sucia y sórdida, que se aleja de la imagen renacentista para penetrar en el terreno de lo irreal: el escaparate iluminado con un intenso color azul en el que se ven a dos maniquíes metidos en una cama: Colin y Mary se quedan hechizados ante él, quizás reconociendo en las figuras inertes su propia desidia sexual. La aparición de Robert, surgiendo de las sombras, de la nada, y ofreciéndose como guía y anfitrión, le convierte en un elemento más de ese misterio. Es por ello que, a pesar de su elegancia (vestido con un impoluto traje blanco), su amabilidad y su simpatía, hay algo amenazador que desprende su extraña figura.

¿De qué nos habla El placer de los extraños a través del encuentro de estas dos parejas, la formada por Mary y Colin, y la compuesta por Robert y su mujer, Caroline? De la belleza, de la fascinación y la atracción de la belleza. Así como de su peligrosidad, de lo inquietante que resulta; del poder que ostenta. La belleza entendida como mero elemento icónico que pueda ser embalado y vendido (como ocurre con la Venecia turística), como si de esta forma se quisiera mitigar su fuerza destructora. Y la belleza arrastrada con indiferencia, incluso con desgana: mientras cenan en una terraza, los demás clientes no paran de mirar a la pareja protagonista. Al principio, Colin cree que están observando a Mary, pero esta le saca de su error: es él quien les fascina. Colin convive con su hermosura como algo impuesto desde su nacimiento, sin ser consciente de ella, sin parecer interesarle siquiera.

Robert y Caroline se nos presenta como un matrimonio surgido de tiempos remotos (posiblemente incluso más lejanos de lo que se nos da a entender en un principio), nacidos en un orden jerárquico estricto y represivo ya extinto, y que dan rienda suelta a sus instintos masoquistas y homosexuales a través de Mary y Colin, utilizándolos para, a través de ellos, castigar lo que Robert y Caroline consideran sus propias debilidades. Schrader construye una película de desarrollo lacio y formas pictóricas, subrayando el ambiente decadente en el que se mueven los personajes, a la vez que destapando la corriente oscura que se mueve en su interior. Cuando, tras pasar su primera noche en el palazzo donde vive Robert y su esposa, Mary y Colin recuperan su apetito sexual, encerrándose durante días en la habitación de su hotel haciendo el amor, la fotografía de Dante Spinotti adquiere una iluminación verdosa la cual, a la vez, les coloca en una dimensión desconocida (alejada de Venecia y de su propia monotonía vital) y dota a las escenas de un tono extraño y enfermizo, el cual evidencia la mano manipuladora de Robert.

Por la utilización de una Venecia misteriosa y esquiva, y por el discurso acerca de la atracción hacia el abismo de la belleza, El placer de los extraños une puentes con el pasado (Amenaza en la sombra, de Nicolas Roeg) y el futuro (El arte de matar, de Dario Argento), revelándose, así, como lo que es: una escalofriante película de terror protagonizada por una pareja de vampiros (Robert y Caroline) que se sienten fascinados y a la vez repugnados por la juventud sin mácula de Mary y Colin (Caroline les confiesa que les ha estado observando mientras dormían), y cuya obsesión por ellos, por su belleza, sólo puede acabar en un baño de sangre. El placer de los extraños finaliza con Robert repitiendo las palabras que escuchamos al comienzo del relato, esas historias del pasado a las que vuelve una y otra vez, en un círculo vicioso que le encadena a un pretérito tan lejano como presente en su código genético, mientras vive en una Venecia cuya sobrecogedora belleza de su arquitectura sólo encuentra contrapunto con la contaminación de sus aguas.


martes, 21 de mayo de 2013

Killer Joe

(Killer Joe)
USA, 2011. 102m. C.
D.: William Friedkin P.: Nicolas Chartier & Scott Einbinder G.: Tracy Letters, basado en su obra de teatro I.: Matthew McConaughey, Emile Hirsch, Juno Temple, Gina Gershon

Si tuviéramos que hacer una lista con los nombres damnificados por la revolución del llamado Nuevo Hollywood acaecida en los 70, sin lugar a dudas, ésta sería larga. Y lo más sorprendente para aquellos jóvenes cinéfilos no familiarizados con la historia de ese período tan convulso como estimulante dentro de la cinematografía norteamericana es que la mayoría de esos nombres pertenecen a los mismos que dieron lugar a los títulos clave que lo formaron. ¿Cuál es el motivo? Posiblemente, bailar al son de la música del Demonio sin querer venderle tu alma. Es decir, aprovechar las posibilidades presupuestarias de la industria a la vez que querer conservar la independencia artística. Un Hollywood nervioso por haber perdido el tren de la modernidad les abrió las puertas de par en par, y ellos mismos se encargaron de volver a cerrarlas una vez fueron expulsados del paraíso. Hoy, más de cuarenta años después, las consecuencias son variadas: los que decidieron pactar con el Diablo no sólo fueron bien acogidos, sino que, con el tiempo, se harían los dueños del lugar (Spielberg, Lucas). Del resto, los mejor parados han encontrado su lugar ya sea a través de la independencia extrema (Coppola) o la integración servicial (Scorsese) tras su preceptiva travesía por el desierto. El resto, refugiados en la televisión o, directamente, desaparecidos (Cimino, Bogdanovich, Milius)

Y, en este terreno, ¿qué lugar ocupa William Friedkin? Uno incómodo e inestable, como lo fuera el cine que lo convirtió, por tiempo muy limitado, en una estrella. Coqueteos con la industria a través de modas fugaces (el thriller erótico en Jade) e intentos de volver a los orígenes (el policíaco en Vivir y morir en Los Angeles o el cine de terror sobrenatural con La tutora) para, finalmente, encontrar su lugar en los márgenes del cine independiente, a través de modestos trabajos con presupuestos no menos modestos que le permiten dar rienda suelta a su retorcida visión del mundo, siempre alterada por esquinados conflictos morales y turbias introspecciones psicológicas. A pesar de sus tropiezos y de una trayectoria marcada por la irregularidad, el más virulento realizador de su generación siempre ha desarrollado un cine incómodo, ya sea por la frontalidad con la que recrea la violencia como por la ambigüedad, e incluso contrariedad, de sus posturas ideológicas (ahí tenemos, por ejemplo, la despiadada Desbocado, la cual ha originado todo tipo de lecturas, no poco antitéticas entre sí: desde quienes la consideran un alegato a favor de la pena de muerte hasta quienes ven en ella todo lo contrario, una denuncia de la barbarie de la pena capital).

El director de El exorcista parece haber encontrado un buen aliado en el escritor teatral Tracy Letters a la hora de dar rienda suelta a su turbia mirada. Así, sus dos últimos trabajos cinematográficos suponen sendas adaptaciones de dos obras de Letters, quien, además, se ha encargado de escribir los guiones. Killer Joe evidencia menos su origen teatral en comparación con su anterior colaboración (la estimable Bug), quizás por introducir una mayor variedad en los escenarios en los que transcurre la acción, pero se ubica en el mismo universo que aquella: un microcosmos habitados por perdedores de turbulento pasado y aciago futuro, cuyos sórdidos lugares de residencia (allí, un motel; aquí, una caravana) definen la inestabilidad mental y desesperación vital de quienes los habitan.

Killer Joe comienza una noche lluviosa. Estamos en un perdido pueblo de Texas, un lugar en el que asfixiante calor del día es sustituido por la agresividad de la lluvia nocturna. Chris llega a la caravana donde vive su padre y su hermana, junto a la esposa del primero y madrastra de Chris y Dottie. Tras golpear la puerta y las ventanas, buscando que le abran, será Sharla, la madrastra, quien lo haga. Y lo primero que vemos de ella es su vello púbico, pues el camisón que lleva es demasiado corto y apenas le llega a la cintura. A Sharla no parece importarle estar desnuda delante de Chris y cuando aparece su padre, Ansel, tampoco. De hecho, a Ansel parece tenerle sin cuidado los problemas de su hijo, amenazado por un grupo mafioso local por haber perdido un paquete de cocaína.

En esta escena de apertura, Friedkin no sólo nos presenta el decorado donde transcurrirá la mayor parte de la película, sino que nos sitúa en el caldo de cultivo de los oscuros movimientos de los protagonistas. El montaje entrecortado, a base de saltos entre los planos, con el que nos muestra a Chris gritando y aporreando la caravana es el síntoma de la desesperación del joven, clave a la hora de entender sus decisiones posteriores. El interior de la caravana es sucio, exteriorización de la desestabilización de una familia desestructurada. Estamos en el centro de la White Trash icónica del Sur de los Estados Unidos, cuyo analfabetismo les condena a una existencia a base de precarios chanchullos y cuyas relaciones afectivas son siempre hostiles, con el incesto planeando siempre en la atmósfera.

Cuando Crish espera a que le abran, grita el nombre de su hermana, Dottie. Friedkin la muestra durmiendo, con la cámara recorriendo su cuerpo semidesnudo. Dottie será la pieza central en esta trama prototípica del género noir, con sus problemas de drogas, asesinatos perfectos planeados y, siempre, la pegajosa presencia del sexo. Dottie parece ser la única luz de inocencia en ese ambiente degradado, una luz que ciega por igual a Crish (quien llega a soñar que ella se acerca a donde está durmiendo y se desnuda) y y el policía Joe Cooper, conocido como Killer Joe, a quien Chris contrata para que elimine a su madre biológica de cara a cobrar el sustancioso seguro de vida de ésta.

La impactante presencia de Joe, siempre vestido de negro, con su sombrero de vaquero, así como sus movimientos estudiados, le otorga una postura luciferina, subrayada por la entregada actuación de Matthew McConaughey, convirtiéndole en un sosias del igualmente diabólico sheriff que protagoniza la excelente novela 1280 almas, aunque, al contrario que el mítico narrador creado por Jim Thompson, en todo momento Joe demuestra que lo tiene todo bajo control. Hasta que conoce a Dottie. A pesar de que, en un principio, sólo le mueve motivos económicos, pronto evidenciará su fascinación por la joven. De esta manera, Joe se revela como un Ángel Exterminador, dispuesto a hacer desaparecer la podredumbre en la Tierra (la familia de Chris), rescatando lo único puro que queda en ella, antes de que sea contaminado. La mejor escena, en este sentido, es aquella en la que Joe tienta a Cottie, haciendo que se quite su andrajosa ropa delante de él para que se vista con un elegante y sencillo vestido para terminar sodomizándola. Es decir, marcándola.

Es este bilioso discurso subterráneo lo más interesante de un título demasiado pendiente de los giros de guión y que acaba explotando en una espiral de violencia cruda y directa, sumamente dolorosa, pero que, a la vez, le sirve para llevar la película al terreno de la sátira sangrienta. Friedkin se aplica a la hora de dar un estilo nervioso al conjunto, con su montaje fragmentado y sus bruscos movimientos de cámara, pero cuando realmente acierta es cuando profundiza en la retorcida sexualidad de un universo de esquivas connotaciones morales : el momento en el que Joe obliga a una Sharla con la nariz rota y el rostro ensangrentado a hacerle una felación a un muslo de pollo frito evidencia, una vez más, que William Friedkin sigue siendo el maestro de lo aberrante.

domingo, 19 de mayo de 2013

Las ventajas de ser un marginado


(The Perks of Being a Wallflower)
USA, 2012. 102m. C.
D.: Steve Chblosky P.: Lianne Halfron, John Malkovick & Russell Smith G.: Steve Chblosky, basado en su novela I.: Logan Lerman, Emma Watson, Ezra Miller, Dylan McDermott


La primera escena de Las ventajas de ser un marginado nos presenta a su protagonista, Charlie, escribiendo una carta a mano. Suponemos que se trata de una persona muy cercana en sentimientos, por el tono confesional y personal de la redacción, pero alejada físicamente, por el tono melancólico de sus palabras. Mientras escribe oímos el texto en off a la vez que la cámara realiza un movimiento de retroceso, de la nuca de Charlie a mostrarle en plano general sentado delante de su escritorio. Este travelling situará el discurso del film: todo lo que vamos a presenciar a lo largo del metraje es la visión subjetiva de los hechos que vivirá Charlie. Así, su estado de ánimo condicionará las soluciones visuales y musicales que utilizará su director para narrar esos acontecimientos.

No resulta habitual que un escritor decida llevar a la pantalla una novela propia haciéndose cargo de la puesta en escena de la misma. A raíz de la metodología narrativa expuesta en el anterior párrafo podemos pensar que el hecho de que Stephen Chbosky haya dirigido esta adaptación de la novela homónima que publicó en 1999 haya sido el interés del escritor/realizador por bucear en las posibilidades narrativas de su misma propuesta argumental. Inevitablemente, en el momento en el que las imágenes sustituyen a la letra impresa un cariz de inmediatez se apodera del conjunto. Así, las descripciones introspectivas en la psique del protagonista que seguramente encontremos en la novela (he de confesar que no la he leído, así que hablo de hipótesis sugeridas por el visionado de la película) son sustituidas por una retahíla de referencias literarias y, sobre todo, musicales que tienen como objetivo exteriorizar los estados anímicos de los jóvenes protagonistas.

El carácter relativamente elitista de los grupos escuchados, todos ellos pertenecientes a un pasado que la mayoría de los adolescentes de hoy en día consideran remoto, subraya la condición de supuestos marginados de los personajes, todos ellos desarraigados dentro de la cruel y estricta jerarquía clasista imperante en los pasillos de los institutos, donde tu condición física, de edad o sexual puede suponer un estigma capaz de sustituir a la propia identidad personal (Sam llega a afirmar que el primer año de instituto escuchaba Los 40 Principales, como si hablara de una persona totalmente distinta a lo que es ahora, gracias a Dios, alejada de la masa mainstream). Así funciona la utilización de la icónica "Heroes" de David Bowie, convertida en un himno de afirmación personal, vital y existencial; una celebración épica de todos aquellos obligados por las circunstancias o el entorno a vivir con la cabeza agachada (como deja bien claro la imagen de Sam subida a la parte de atrás de la furgoneta en la que viaja con Charlie y su hermanastro Patrick, extendiendo los brazos al cielo, mirando directamente a las estrellas).

Pero en esta misma idea encontramos la trampa de Las ventajas de ser un marginado al conferir un hálito cool a sus desclasados adolescentes: amantes de la buena música (según sus propias palabras), atractivos y bien vestidos, los personajes del film alardean de sus conocimientos culturales, ya sea a nivel clásico o pop (todos ellos trabajan en un cine donde representan, por supuesto, The Rocky Horror Picture Show mientras la película de Jim Sharman se proyecta a su espalda), tienen su grupo de amigos con quienes montan sus fiestas bien regadas de alcohol y drogas suaves mientras se confiesan el estado de sus relaciones sentimentales. Esta mirada superficial a las dificultades de integración de una edad tan problemática a nivel existencial empapa por completos las imágenes del film, las cuales buscan la identificación completa con los protagonistas, sin llegar nunca a profundizar en sus miedos o deseos.

Es el momento para recuperar el primer párrafo con el que iniciamos este texto. Durante una fiesta celebrada después de un partido de fútbol americano, Charlie le confiesa a Sam que su mejor amigo se suicidó sin que él nunca haya sabido los motivos de ese acto. A partir de aquí, descubriremos que el resto de los personajes también ocultan un pasado que les atormenta: Sam encadenó una serie de relaciones sentimentales autodestructivas que finalizó con una caída en el alcoholismo; Patrick aún recuerda las palizas recibidas de su padre debido a su condición sexual. Por debajo del día a día luminoso y plácido del trío protagonista discurre una oscuridad de la que intentan huir con sus sonrisas y alegría pero, inevitablemente, no pueden impedir que de vez en cuando les atenace el corazón.

No podemos culpar a Stephen Chbosky por intentar ocultar esa oscuridad interior con unas imágenes brillantes y un desarrollo hedonista -después de todo, esta es la intención de Charlie al pretender mitigar los oscuros pensamientos que rondan por su cabeza-, pero sí el no atreverse a mirar de frente las consecuencias y contradicciones de esa inestabilidad interior, excepto para añadir dramatismo al climax del relato en el cual la planificación pausada y casi neutra que imperaba hasta ese momento se fragmenta a la vez que la psique de Charlie. Radiografiar los conflictos del angst adolescente desde una óptica optimista no tiene nada de malo, pero sí cuando la búsqueda del final feliz nos lleva a cerrar los ojos para no afrontar las dificultades del camino. Lo único que nos queda claro al final de Las ventajas de ser un marginado, con sus estudiantes que escuchan a The Smiths, New Order o Sonic Youth pero no conocen a David Bowie, es que nuestro amado Duque Blanco sí que es un auténtico marginado dentro de la música popular del Siglo XX.


viernes, 3 de mayo de 2013

Cosmopolis

(Cosmopolis)
Canadá/Francia/Portugal/Italia, 2012. 109m. C.
D.: David Cronenberg P.: Paulo Branco & Martin Katz G.: David Cronenberg, basado en la novela de Don DeLillo I.: Robert Pattinson, Sarah Gordon, Paul Giamatti, Kevin Durand

Una de las grandes virtudes de la adaptación cinematográfica de la novela de Don DeLillo por parte de David Cronenberg consiste en evidenciar el carácter visionario de esta. Publicada originalmente en 2003, su traslación al cine no ha podido ser más oportuna: en el centro de la crisis económica global en la que estamos sumergidos, con el agua casi llegándonos al cuello, Cosmopolis ha sido recibida como un retrato abstracto del declive de la sociedad capitalista mientras sus motores se mantienen en el epicentro del caos rodeados por una membrana que a la vez les aisla y les protege de un apocalipsis que no parece ir con ellos. Si tenemos en cuenta que la opción del director de La mosca consiste en una ilustración sumamente fiel del original, respetando en su mayor parte los abundantes diálogos del libro así como su estructura de esquiva road movie conceptual, no podemos por menos que confirmar la capacidad del escritor neoyorquino por tomar el pulso, en un inaugurado siglo XXI, de las posibilidades autodestructivas de un inabarcable, por irreal, y monstruoso, por inmisericorde, Saturno necesitado de devorar no sólo a sus propios hijos, sino a sí mismo para que su espectro siga danzando por una ruinas del futuro que ya son del ayer.

Uno de los rasgos más definitorios del estilo de Cronenberg consiste en la importancia que adquieren los títulos de crédito, diseñados como secuencias que adelantan o concentran el sentido del film. En el caso que nos ocupa su importancia es mayor, puesto que los créditos iniciales y los finales actúan de revelador prólogo y epílogo del film, delimitando la acción a la vez que revelando su significado. Los créditos iniciales consisten en un movimiento de cámara que sigue a un lienzo rugoso y de textura membranosa sobre el que se dibujan, de manera caótica y desordenada, manchas de pintura de colores apagados. El resultado es la recreación virtual del proceso de creación de una pintura de Jackson Pollock.

Ese travelling señalado tiene su correspondencia con la primera escena de la película. La cámara recorre una hilera de limusinas blancas aparcadas una detrás de otra, indistinguibles entre sí hasta acabar encuadrando a dos personas situadas al fondo del plano. El resultado es sumamente extraño: la postura estática de ambos personajes no sólo contrasta con el movimiento de la cámara, sino que les aporta un tono sumamente irreal, poco natural. Más que dos personas hablando, parecen dos esfinges que declaman unos diálogos cuya retórica consciente evidencia su condición de arquetipos de ficción. Cosmopolis no busca recrear nuestra realidad a través de un simulacro de la misma, sino construir un ensayo teórico acerca de las líneas de demarcación subterráneas que dan forma a esa realidad.

De ahí la atmósfera onírica que se apodera del relato, el cual transcurre hacia su inevitable conclusión sin que nunca parezca realizar ninguna acción evidente. En este sentido, el uso de la limusina resulta evidente: en su obsesión por cortarse el pelo en una peluquería concreta situada en la otra punta de la ciudad, el joven multimillonario Eric Packer se pasa la mayor parte de la película en movimiento, transitando por calles y visitando diferentes localizaciones, todo sin que parezca que en ningún momento se mueve: Eric está siempre sentado. Está sentado en su limusina, mientras esta se mueve. El paisaje que se vislumbra a través de las ventanillas del coche podría ser tanto el exterior del vehículo como unas imágenes proyectadas sobre una pantalla.

Completamente insonorizado, la limusina no rueda por las calles, sino que parece flotar sobre ellas. No es extraño que la luminosidad azulada del interior, conformado por pantallas táctiles, monitores portátiles y luces de neón, la convierta en una cápsula espacial con la que Eric realiza un viaje en el tiempo, desde su actual posición de prestigioso y acaudalado miembro de Wall Sreet hacia una infancia atada a un barrio humilde, en busca de la única esencia a través de la cual reconocer su componente humano. Cosmopolis nos relata la búsqueda de una identidad perdida: en un universo de cifras que cambian al segundo de aparecer, de grandes sumas de dinero que se evaporan en el aire, de amenazas invisibles, ¿quién es Eric Packer?

Así, la estructura de Cosmopolis toma forma de un apocalipsis controlado. Los personajes entran y salen de manera abrupta, sin que nunca les veamos entrar ni salir. En una de las escenas más fascinantes del film, Eric está reunido con su profesora de teoría. Mientras ésta le explica la nuevas variables del capitalismo y su capacidad de asimilación incluso de las corrientes más hostiles al mismo, en el exterior de la limusina toma forma una surrealista manifestación anti-sistema. No hay preparativos, no hay indicios, no hay épica. Surge de la nada como si viniera a ilustrar las palabras de la mujer, como si todo fuera una proyección de la mente de Eric, un pensamiento que surca su consciencia y, de manera igual de fugaz, desaparece.

A medida que se acerca a su meta, y el film a su conclusión, Eric se despoja de aquellos elementos que construyen la forma de sí mismo que proyecta a los demás. Perdiendo esa segunda piel que significa el uniforme oficial de Wall Street: sus gafas de sol, su corbata, su chaqueta; dilapidando su fortuna en un enfrentamiento suicida contra el yuan; finiquitando un matrimonio de conveniencia tan esquivo que da la impresión de no existir; deshaciéndose de su seguridad; hasta que, finalmente, se baja de la limusina, toda aboyada, llena de pinturas, un monolito rodante de la agresividad y la fuerza intrusiva del poder y del dinero en las calles, marcada y señalada, pero invulnerable.

Y es aquí donde rescatamos ese prólogo pictórico, esas manchas frenéticas e ilógicas -como la propia estructura de la película, la cual apila escenas y secuencias, unas encima de las otras, sin capacidad de retorno-, y vemos como estas se calman y se expanden para formar los océanos de color de las pinturas de Mark Rothko sobre las cuales transcurren los créditos finales. Del frenesí de los movimientos bursátiles aterrizamos en la placidez e inmensidad de la trascendencia. No hablamos de muerte, ni de experiencia metafísica, ni de ensoñación extracorpórea. Hablamos de un hombre, apuntado por su reflejo invertido, cuya próstata asiméticra supone la única disonancia natural en un equilibrio controlado artificialmente, teniendo su primer instante de revelación auténtica, suspendido en el tiempo, flotando en el infinito.


martes, 30 de abril de 2013

The Lords of Salem

(The Lords of Salem)
USA/UK/Canadá, 2012. 101m. C.
D.: Rob Zombie P.: Jason Blum, Andy Gould, Oren Peli, Steven Schneider & Rob Zombie G.: Rob Zombie I.: Sheri Moon Zombie, Bruce Davison, Jeff Daniel Phillips, Judy Geeson



American Witch
¿Cuál es el motivo por el cual, de una película a otra, Rob Zombie parece haber sido condenado al ostracismo por los distribuidores de nuestro país? Recordemos que la irrupción del hasta ese momento músico norteamericano con La casa de los 1.000 cadáveres coincidió con la aparición de un grupo de jóvenes cineastas dispuestos a renovar el panorama del género de terror mirando, precisamente, a su pasado. Películas como Cabin Fever, Alta tensión, Dog Soldiers o la propia ópera prima de Zombie se miraban en el espejo de las icónicas muestras genéricas de los años 70, recuperando sus texturas hiperrealistas, su descarnada visión de la violencia y su retorcida mirada política. No es extraño que algunos de sus directores acabaran realizando remakes oficiales de aquellos títulos. Es precisamente una de estas nuevas versiones, Halloween. El origen, la despedida de Zombie de nuestras pantallas grandes. Su siguiente título, Halloween II, tras ser retenida durante más de dos años, finalmente vería la luz en los márgenes del mercado doméstico. ¿Tiene que ver con esta situación la radicalización del concepto del horror del director de Los renegados del diablo? ¿Acaso las imágenes turbulentas, profundamente insanas e incómodas, de sus trabajos le han convertido en persona non grata? ¿Quizás es que el cine de Rob Zombie da miedo de verdad? Si fuera así, posiblemente un título tan radical como The Lords of Salem permanezca para siempre inédita.

Si bien con The Lords of Salem Rob Zombie ha asentado las bases para el desarrollo de una mirada personal e intransferible del horror, no por ello carece de las referencias habituales de su cine, las cuales, al contrario de lo habitual, no son desplegadas a través de una serie de citas o guiños cómplices, sino que están integradas con naturalidad dentro de la trama. A la hora de bucear en este océano referencial se ha acudido al nombre de John Carpenter, concretamente a uno de sus mejores films, La niebla. Efectivamente, la protagonista de The Lords of Salem, Heidi, es una locutora de radio, al igual que el personaje interpretado por Adrienne Barbeau en la película de Carpenter quien se verá acosada por una amenaza sobrenatural terriblemente física cuyo origen está en su propio árbol genealógico. Pero, más allá de estos apuntes, Zombie rescata la atmósfera de La niebla, especialmente en los planos que nos muestra las desoladoras calles del Salem actual, ausentes sin vida, casi siempre oscurecidas por la llegada del crepúsculo, mientras las sombras se apoderan poco a poco de los edificios.

Si nos centramos en el aspecto argumental, encontramos referentes más evidentes. La acción se centra en un edificio, convertido en un bloque de apartamentos en alquiler. Al final del pasillo en el que vive Heidi se sitúa la puerta de uno de los apartamentos, el número cinco, el cual, como sabremos más tarde, es un enlace que conecta directamente con el infierno. Una idea que nos trae a la memoria un título clave del cine satánico de los 70, aunque quizás no de los más recordados, como es La centinela, e, incluso, El más allá, de Lucio Fulci. Más allá de la importancia de este decorado, la atención de Zombie se centra, sin duda, en La semilla del Diablo (si bien algunos elementos simbólicos también remiten a una película menos prestigiosa, los Ritos satánicos de Brian Yuzna). No andamos desencaminados si consideramos a The Lords of Salem como un remake introspectivo del film de Polanski. Sin en este seguíamos los avatares de Rosemary, compartiendo su confusión y temores subjetivos, pero sin llegar a penetrar en la materialización de esos miedos, Rob Zombie nos transporta de lleno al centro de la pesadilla.

Living Dead Girl
Ya en los primeros minutos, Rob Zombie establece la atmósfera que presidirá el resto del relato. Intercalado entre los créditos iniciales, nos presentan a Heidi a través de una serie de primeros planos en los que queda en evidencia su cansancio, estando a punto de caer dormida. Seguidamente, damos un salto en el tiempo, situándonos en el siglo XVII, asistiendo, mediante la escritura del diario de un reverendo obsesionado por la brujería, a un aquelarre oficiado por un grupo de brujas, presididas por la anciana Margaret Morgan. En el interior de los oscuros bosque de Salem, alrededor de una fogata, las brujas dan rienda suelta a sus discursos blasfemos para despojarse de sus vestiduras, mostrando sus maltrechos y tortuosos cuerpos. La imagen de los ojos y cuernos de una cabra nos trae de vuelta al presente. Heidi está acostada, completamente desnuda. La cámara recorre con delectación su joven y esbelta figura.

De esta manera, Zombie nos informa de que hay una unión entre el pasado y el presente, entre los cuerpos desnudos de las brujas y el de Heidi, la cual, antes de cualquier información, queda emparentada con ellas. Incluso la decoración de la habitación, con esos gigantescos paneles que remiten al cine de George Méliès impregnan el ambiente de un tono esotérico (el rostro de la luna tuerta presidiendo la cabecera de la cama), penetrantemente onírico y fantasioso. Por tanto, la ambigüedad se impone en los márgenes de los fotogramas, desvirtuando lo que conocemos como realidad para señalar que en su interior se mueven los engranajes de lo irreal.

The Lords of Salem nos propone una estructura episódica en un doble sentido: por un lado, la división del metraje en los días de la semana; a un nivel interno, las sucesivas pesadillas que poco a poco van minando la seguridad de Heidi. Esa ambigüedad de la que hablábamos  antes preside por entero The Lords of Salem. Durante tres cuartas partes de la película, Rob Zombie nos presenta una trama aparentemente convencional: la presentación de los personajes, las tímidas miradas a su pasado, los escasos apuntes sentimentales, el propio desarrollo de la acción (las investigaciones del escritor Francis Matthias que van aclarando la trama). El escalofrío se apodera del espectador al constatar que las diferencias entre la vigilia y el sueño no son tan aparentes como parece, y que esa convencionalidad es relativa.

A través de un atento trabajo de planificación, Zombie pervierte la seguridad de la protagonista, a la vez que la del público. Destaquemos la perenne oscuridad que ensombrece los pasillos del edificio en el que vive Heidi, apenas iluminados por unas lámparas colgantes que se agitan movidas por una fuerza invisible. La colocación de la cámara siempre busca el potenciar el carácter amenazante de las imágenes, convirtiendo cualquier momento, por aparentemente tranquilo o relajado que pudiera parecer, en fuente continua de hostilidad. Un panorama en el que el Mal puede integrarse con naturalidad y, sobre todo, con una pavorosa presencia física: el tortuoso cuerpo desnudo de Margaret "encajonado" en una esquina de la cocina, sin que Heidi se percate de su presencia; la figura enmascarada que pasea una cabra en los alrededores de una iglesia.

Las sucesivas pesadillas que sufre Heidi van desmontando sus puntos de seguridad, dejándola sola: la lasciva escena en la que busca refugio en la solemne paz de una iglesia, donde será acosada por el sacerdote, obligándola a realizarle una felación; ese otro momento en el que Heidi huye de su casa para buscar el consuelo en el hogar de uno de sus amigos, quien resultará poseído por los poderes oscuros que la persiguen implacablemente. Así, desolada, carente de consuelo propio ni ajeno, Heidi volverá a recaer en la adicción a las drogas. El proceso de desintegración psicológico y físico ha finalizado. Las barreras han caído: la hora de Satán ha llegado.

Demonoid Phenomenon
A nadie que conociera el pasado musical de Rob Zombie debió sorprenderle el estilo excesivo y fragmentado de La casa de los 1.000 cadáveres, cercano al de los vídeo-clips de White Zombie, el grupo que capitaneara a partir de los años 80 y que escenificaban a través del uso del maquillaje y la ropa los aspectos más oscuros, agresivos y satánicos del heavy metal. Un estilo que se relajaría con su siguiente propuesta, la magnífica Los renegados del diablo, más atenta a un trabajo de realización frontal y desnudo, dispuesto a destapar el horror agazapado en lo cotidiano (¿alguien puede olvidar la frenética carrera hacia la demencia de una mujer con el rostro cubierto por una máscara de piel humana?).

Con The Lords of Salem vuelve a rescatar su herencia musical, pero no en forma de canciones, sino haciendo uso de la misma esencia diabólica intrínsecamente relacionada con la música rock. No hace falta sacar a colación la vertiente más dura del macro-género popular por excelencia, con sus grupos convertidos en escalofriantes criaturas del averno dispuestos a castigar nuestros oídos con brutales estallidos sonoros a modo de preámbulo sónico del infierno: recordemos a los Beatles incluyendo a Aleister Crowley en su mosaico pop para la emblemática portada del inmortal Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band.

Para su última propuesta, Zombie rescata la cara más esotérica del rock a través de uno de sus leyendas urbanas más sugerentes: el disco maldito, aquel que reproducido a la inversa descubre luciferinos cantos y rituales maléficos. Al principio del metraje, Heidi y sus compañeros de radio entrevistan al miembro de una banda de heavy metal. Éste proclama sus discursos blasfemos contra Dios, la iglesia y la religión cristiana en general. Sus palabras son tomadas a risas por los otros, que no le toman en serio. Este personaje no volverá a salir, pero en su breve participación ya nos ha inoculado el temor: cuando Heidi recibe de manera anónima un vinilo con una oscura grabación a nombre de los Señores de Salem (the Lords of Salem) la risa se nos congela en los labios.

De manera coherente, el clímax final de The Lords of Salem tiene lugar en un teatro. El nacimiento del Anticristo no será una celebración silenciosa en el anonimato, sino un himno origiástico. La utilización del Requiem de Mozart une puentes entre la música clásica (Mozart, J.S. Bach) y la música contemporánea más estruendosa (Leviathan the Fleeing Serpent; en realidad, grupo de heavy ficticio creado por Rob Zombie y John 5) y sensual (The Velvet Undreground). Nosotros, como público sentado en las butacas de esa sala, somos testigos y participantes del mayor rito satánico que se haya concebido jamás en una sala cinematográfica. Una violenta y arrolladora batería de imágenes de histérico componente sacrílego (esos curas de rostro desfigurado masturbándose, Heidi montando a una cabra, un feto crucificado y envuelto en llamas) que tiene como resultado no la oscuridad, la llegada de las tinieblas, sino la luz de la revelación.

Los créditos finales transcurren por la pantalla mientras la cámara realiza un incesante giro de 360º por las calles de Salem. Hemos vuelto al exterior, al frío, al viento, a la lluvia. ¿A la realidad? Los planos fijos y los travellings suaves ya no tienen cabida. Nuestra percepción de la realidad ya no tiene bases sólidas sobre las que asentarse. Estoy convencido de que cada vez que alguien ve The Lords of Salem se abre uno de los cerrojos de la puerta del Infierno.